Quien quiera que fuese hasta esa puerta y golpease con inscrita decisión sin correr luego, sería. Tendrías que esperar a que alguien saliese a abrir. Esto solo sucedería si llegases a tiempo. Tú, tan impuntual. La puerta sonaría fuerte, una capa como lata desvestida de la madera quedaría solitaria en el piso durante la apertura. La imagen transcurriría lenta y muchas catástrofes seguirían sucediendo en el mundo, como dentro de un estómago mórbido con cinturón apretado. Nadie te echaría de menos si es que vas y te acercas, ningún vecino se daría cuenta, nadie llamaría por teléfono. Pasarías a estar muerto durante un episodio, durante un sueño, durante cada respiro que sigas dando posterior a la decisión de ir. De asistirla. El tiempo no entra a esa casa ya, siguió de largo luego de esperarla fuera de la puerta. Ella de vez en cuando mira por la ventana cuando todos duermen caminando, hace señas, pide auxilio lanzando besos, sus manos casi tocan la ventana y nadie acude, se van sin ella. Cada día se levanta, barre la alfombra roja, sacude el polvo de los sillones, de la mesa, las sillas y el que se acumula de tanto en vez sobre su hombro. Cuando comienza a desenrollarse la noche ella prende la vela blanca con la cual se alumbra la habitación inhóspita mientras teje una telaraña. Una chalina que fue para quien llegase heroico a buscarla pero que hoy solo sirve para la entretención de los insectos guardianes del espacio sideral que se vive adentro. Sus labios carmesí que un día sirvieron bondadosos besos a granel hoy se exhiben tras la ventana como objeto de anticuario. Sus besos instantáneos, intactos, sobornables por un poco de amor. Ella se sienta en el sofá de plumas que toce plumas cada vez que sus ligeras caderas desatornillan los vaivenes de su paso tartamudo por la casa una y otra vez sobre el cojín de cuero marrón y se queda ahí durante muchas gargantas apretadas, su pecho es un tanque de nitrógeno agitado por el agónico anochecer de no ser parte de nadie. Ni de ella misma cuando la vela la encuentra primero al terminarse. Al apagarse otra espera. Sus manos en oscuridad fueron una extensión del viento, como ramitas tambaleándose bajo la lluvia, buscando el auxilio de otras ramitas que no le permitieran caer al abismo de sus suelos fríos, con la ilusión intacta de caer sobre otras manos que cerraran la llave del cielo que gasta tanta agua sobre su cabeza. Sus cabellos negros como hilos que mantienen cerca a una de otra estrella, siempre arreglados, listos para soltar milagros, listos para liberarse del mismo escenario sigiloso de la tragedia, esperan. Alguien detrás de ella se pregunta quién morirá hoy. Todos los días se escucha la misma pregunta. Ella ya no tiene apuro, si las cosas envejecen, envejecemos. Si algo rejuvenece, se abriría esa puerta y el tiempo volvería a transitar por estas avenidas de atrofiada realidad. Una pierna se posiciona sobre la otra pierna y encajan perfecto, su falda se levanta levemente y en la penumbra su piel blanca tiene tantas invitaciones sin llevar al correo, su piel como infinitas páginas sin escribir, pálida, con palabras guardadas en la intercepción de esas dos largas páginas sin memoria. Le ha hecho un punto cruz a la telaraña y la ha dejado a un lado de la blanca cortina de tul que toca el suelo. Algo toca fondo y en caída libre desde su ojo logra escapar una lágrima tan fuerte y tan llena que hasta ella se sintió más liviana. Un rayo de luz se abre entre los cielos y atraviesa todo a su paso hasta dar certero con su ventana. Sus lágrimas desencadenaron un goteo monumental que empapó las maderas y de estas rápidamente se liberaron las raíces de los árboles que vivían en el subterráneo de su vida. Ella se puso de pie sin poder sostener el agua entre sus manos y desde su garganta, abriendo la boca hacia el techo, volaron cientos de aves doradas, aves grandes de cuello largo, de plumas siderales, de patas continuas del viento. El techo se abrió en un parpadeo y en la luz las aves desaparecieron. Milésimas después su blusa estalló, su pecho se partió en dos con el rayo de luz, decenas de caballos salvajes urgentemente también desaparecieron. Esa noche. Empapado, a él costó despertar por la mañana. Sus pies se bajaron hasta los zapatos de los pies y caminaron recto, giró la manilla y salió apurado dejando la puerta abierta. Siguió sin freno entre el mar de gente que se tambaleaba de un lado hacia otro. Su corazón de caballos hacinados. El pecho al vacio, sus piernas urgentes hacia la casa del sueño. Ya en frente reconoció esos árboles, un marco de ventana en la tierra y una extraña chalina enredada en un trozo de madera que le esperó, tanto tanto.

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